lunes, 1 de junio de 2015

¿Políticas distintas o distinta manera de hacer Políticas? (2): La política bajo sospecha

La primera sospecha en el quehacer político debe venir de la actitud estándar del político caracterizada por la vanidad, el feudalismo, la patrimonialización y la falta de empatía. La respuesta a todo ello es la misma; no hay ningún mérito en el candidato para ser gestor público, no es un proceso selectivo. Es un título legitimador propio de la democracia, pero no  distinto de aquel rito por el que  príncipe de antaño hacia la traslatio imperii en favor de un agente. De la misma manera que el general romano compartía la suerte de sus soldados, así hade ser en la política. Compartir las mismas condiciones laborales que sus subordinados o destinatarios. Piénsese por ejemplo en el uso del aire acondicionado, comidas, hoteles, viajes.  Y piénsese si los ciudadanos dueños de la Administración Pública tiene aire acondicionado en sus aulas o si los profesores de un CEIP van a comer a restaurantes. Aquí el modelo es el del pastor que guía y cuida a sus ovejas y vive con y como ellas.
Esta actitud también le afecta al sindicalista, al clérigo, al militar,… y cualquiera que cobre de lo público. El político no es menos que un ciudadano, pero tampoco es más.
La segunda sospecha es la generosidad del político, virtud que es necesaria y plausible pero siempre que se haga con cargo al sacrificio propio y no repartiendo prebendas y bienes públicos, y que no le pertenecen. Una plaza de funcionario, un contrato, una subvención, la ley señala quienes son sus legítimos dueños. Hay que alabar a ese tipo de político que es generoso con cargo a los beneficios de la empresa familiar, con cargo a la herencia de su padre o a  las estrenas a sus hijos. Algo así hizo el protagonista de los miserables  Jean Van Jean.
De la tercera  sospecha ya nos advirtió Weber  al decir (…) Por eso el político tiene que vencer cada día y cada hora a un enemigo muy trivial y demasiado humano, la muy común vanidad, enemiga mortal de toda entrega a una causa y de toda mesura, en este caso de la mesura frente a sí mismo. La vanidad es una cualidad muy extendida y tal vez nadie se vea libre de ella. En los círculos académicos y científicos es una especie de enfermedad profesional. Pero precisamente en el hombre de ciencia, por antipática que sea su manifestación, la vanidad es relativamente inocua en el sentido de que, por lo general, no estorba el trabajo científico. Muy diferentes son sus resultados en el político, quien utiliza inevitablemente como instrumento el ansia de poder El instinto de poder, como suele llamarse, está, de hecho, entre sus cualidades normales. El pecado contra el Espíritu Santo de su profesión comienza en el momento en que esta ansia de poder deja de ser positiva, deja de estar exclusivamente al servicio de la causa, para convertirse en una pura embriaguez personal. En último término, no hay más que dos pecados mortales en el campo de la política: la ausencia de finalidades objetivas y la falta de responsabilidad, que frecuentemente, aunque no siempre, coincide con aquélla. La vanidad, la necesidad de aparecer siempre que sea posible en primer plano, es lo que más lleva al político a cometer uno de estos pecados o los dos a la vez (…)
 Si estas tres actitudes no cambian en los nuevos actores, algo  habremos avanzado, con lo hicimos en la primera transición, pero no agotaremos las exigencias de la  segunda, cuyo desafío comenzó un 15 M.

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