viernes, 20 de marzo de 2009

La oferta electoral y «la navaja de ockham»


ABC,Comunidad Valenciana

9 abril 2007

Se conoce «la navaja de Ockham», filósofo nominalista franciscano del siglo XII, a la actitud crítica de ir directamente a las cuestiones fundamentales, como una cuestión de economía que suprime todos lo innecesario. La expresión, conocida también como el «principio de economía o de parsimonia» hace referencia a un tipo de razonamiento basado en una premisa muy simple: «En igualdad de condiciones la solución más sencilla es probablemente la correcta». Otras expresiones de la misma señalan que: «No ha de presumirse la existencia de más cosas que las absolutamente necesarias»; «El número de entes no debe ser multiplicado sin necesidad»; «Si puedo explicar cualquier cosa con pocos elementos, ¿por qué introducir elementos superfluos?».

Todo esto viene a cuento de que cada día hay más elementos para convencer de que el progreso que necesitamos no es el que nos venden como único. Hay otro u otros que conllevan serias corresponsabilidades a la ciudadanía y esto se vende mal políticamente.

Edgar Morin, principal representante del pensamiento complejo, lo ha dicho recientemente en su «Política de civilización» desvelando la ambigüedad de las ideas de modernización y del desarrollo. Pueden citarse algunas de sus categóricas afirmaciones al respecto como las siguientes: « ... el imperativo de modernización no debe ser ciego, debe ser replanteado... El desarrollo ignora lo que no es ni calculable ni medible, es decir, la vida, el sufrimiento, la alegría, el amor, y su único índice de satisfacción es el del crecimiento -de la producción, de la productividad, de los ingresos monetarios-.

Concebido en términos únicamente cuantitativos, ignora las calidades de la existencia, las calidades de la solidaridad, la calidad ambiental, la calidad de vida, las riquezas humanas no calculables y no comercializables; ignora el don, la magnanimidad, el honor, la conciencia. Su avance barre los tesoros culturales y los conocimientos de las civilizaciones arcaicas y tradicionales; el concepto ciego y grosero de subdesarrollo destruye el arte de vivir y la sabiduría de culturas milenarias... El desarrollo ignora que el crecimiento tecnológico y económico produce también un subdesarrollo moral y psíquico...».

Morin se ha referido al «bucle reformador» con la idea de que las reformas no son únicamente institucionales o sociológicas, son reformas mentales que necesitan un pensamiento distinto, una revisión de los términos aparentemente evidentes de la racionalidad, de la modernidad y del desarrollo. La reforma del Estado, la reforma del espíritu y la reforma de sociedad se necesitan mutuamente. La reforma del espíritu requiere una reforma de la educación que depende, de la reforma previa del pensamiento político. Existe pues, una relación circular entre esas reformas que dependen unas de otras. La «política de civilización» debería contribuir a la reforma de la vida, la cual debería contribuir a la política de civilización. Reforma ética, reforma de la vida, reforma educativa, reforma social y reforma del Estado son interdependientes y se nutren mutuamente.

Nada de esto aparece en las ofertas electorales, que sin duda se mueven en escenarios cortoplacistas, en los que el comportamiento político viene delimitado por la elección racional limitada y/o el incrementalismo. En él, no hay más remedio que presumir que el progres sólo puede medirse económicamente. Si bien ahora no hay consenso sobre la urgencia, necesidad o conveniencia de la «reforma del progreso y reforma del pensamiento» - aunque irremediablemente lo habrá, como lo ha habido con la cuestión ecológica-ambiental- un camino razonable y factible hacia un desarrollo, al menos más equitativo, es sin duda la consecución de políticas que conlleven más valor público y mejor uso de los bienes privados socialmente preferentes.

El «valor público» se centra en la capacidad de las Administraciones para orientar su trabajo hacia lo que más le importa a la gente, proveyéndoles en mejores y mayores servicios, que redunden es mejorar la calidad de vida. Ser más efectivos en la provisión de servicios públicos, contar con una mejor capacidad de respuesta. Las sociedades producen más valor cuando más garantizan la mayor y mejor vida de sus miembros, en términos de presente y de futuro. Un valor público es el mantenimiento, incremento o restablecimiento de la confianza básica, como capacidad que tienen las personas para confiar en que no va a pasar nada grave en sus vidas. Aumenta cuando en ello se fía uno fundamentalmente de sí mismo y eventualmente en los demás o en las instituciones. El valor es mensurable mediante indicadores y mientras que a corto plazo se mejora de la efectividad mediante el desarrollo económico y la equidad, en los plazos medianos y largos, lo son la salud y la educación. Éstos últimos sin duda contribuyen sobremanera a un bienestar equilibrado entre el ser y el tener.

Como no vivimos en Utopía, a buen seguro que la racionalidad limitada, más pronto que tarde, nos lleve a una reforma en la concepción del progreso que en sí no sea excesivamente regresiva del status quo del bienestar actual, aunque tuviera algo de destrucción constructiva, desde las ideas económicas de Schumpeter de «Capitalismo, Socialismo y Democracia».

Más pronto que tarde, la navaja recortará los discursos políticos inútiles y fatuos que no conlleven incremento del valor público. Y a buen seguro, también se pasará la navaja por muchos de nuestros hábitos actuales. Churchill nos diría desde su peculiar estilo; algo de sangre, sudor y lágrimas tendréis que dar a cambio, queridos ciudadanos, si queréis en el discurso político, otra oferta electoral, que combine el bien-estar con el bien-ser.

Publicado en http://www.abc.es/hemeroteca/dia-09-04-2007/abc/Valencia

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